Internet se ha convertido en un espacio de competición geopolítica que los Estados aspiran a controlar, da su opinión el profesor de políticas en UNED y columnista de El País, José Ignacio Torreblanca.

DADO RUVIC (REUTERS)
DADO RUVIC (REUTERS)

Entre 1813 y 1907, la Rusia zarista y el Imperio Británico se disputaron el control por el inmenso territorio que se extendía entre Persia y la India. Para los británicos, el control de Asia Central y, especialmente, Afganistán, resultaba esencial para preservar su dominio sobre India, la joya de su imperio. Para los zares, Asia Central constituía el ámbito natural de su expansión colonial y una pieza esencial en su búsqueda de la salida al Índico. Esa competición geopolítica, popularizada por Rudyard Kipling en su magistral Kim (1913), es conocida como El Gran Juego, un término acuñado por Arthur Conolly, explorador, aventurero y oficial de inteligencia del 6º Regimiento de Caballería Ligera bengalí de la Compañía de las Indias Orientales.

Otro gran juego, de naturaleza similar, está hoy en marcha, el del control sobre Internet. En su origen, Internet iba a ser un espacio de libertad en el que no existieran los Estados, las ideologías ni el poder, sólo individuos libres comunicándose entre ellos. Pero ese sueño libertario imaginado por unos jóvenes en vaqueros amantes del surf y de las playas de California es cada vez más una utopía irrealizable. Internet se ha convertido hoy en un espacio de competición geopolítica que los Estados aspiran tanto a controlar como a evitar que otros controlen. Igual que los ejércitos entendieron en su momento que el espacio era, junto con la tierra, mar y aire, una dimensión en la que competir militarmente, las Fuerzas Armadas de hoy tienen ciberfuerzas con las que luchar por el ciberespacio y estrategias de ciberseguridad.

Vivimos bajo el síndrome del terrorismo yihadista, pero el último informe de seguridad del responsable de seguridad nacional estadounidense, James Clapper, considera las amenazas ciberespaciales potencialmente más dañinas que las provenientes del autoproclamado Estado islámico en Raqa. Nuestra forma de vida depende la conectividad y de Internet; cualquiera capaz de irrumpir y destruir ese espacio nos sitúa al borde del abismo, sea hackeando el sistema financiero, las redes eléctricas o las centrales nucleares. Fuera de nuestras miradas hay una carrera de armamentos digital en la que China, Rusia, Israel y Estados Unidos llevan la delantera: el poder de destrucción de las armas cibernéticas pronto se igualará a las biológicas, químicas y nucleares, lo que requerirá Tratados internacionales que limiten su uso. Un gran juego ciertamente peligroso.

Pero Internet no sólo es un espacio, sino un activo económico de primer orden, un vector de poder estatal comparable a la energía o la demografía. Quien no tenga capacidad industrial digital será irrelevante económicamente y no podrá hacer valer sus principios, intereses ni valores. Igual que la espuela, la pólvora o la máquina de vapor redistribuyeron el poder entre Estados, estamos ante una nueva revolución industrial, esta vez de carácter digital. Quien domine esa economía prevalecerá, quien no lo haga sucumbirá. Estados Unidos es ya el ganador de esa revolución industrial, seguido por China: no sólo tiene las Universidades y los centros de innovación sino el capital riesgo, la escala industrial y demográfica adecuada y la unidad política necesaria. De ahí que las diez primeras empresas tecnológicas del mundo sean estadounidenses frente a ninguna europea. Europa podría ganar ese gran juego si quisiera, pues tiene los recursos para hacerlo, pero antes debería tomar conciencia de que su futuro se juega ahí, completar su mercado interior digital y aprender a fomentar y retener la innovación para que sus jóvenes talentos no emigraran a Silicon Valley en busca de capital y oportunidades. Una tarea hercúlea, pero no imposible, para una Europa debilitada.

Además de un espacio y un recurso económico, Internet es un poderoso medio de comunicación. Como en el pasado la escritura, la imprenta, el telégrafo, la radio o la televisión, Internet permite la difusión del conocimiento y la cultura, y con ellos de los valores asociados a ellos, por todo el planeta. Ahí se plantea otro espacio de conflicto, esta vez entre los valores que los occidentales consideramos universales y que otros consideran una amenaza existencial para su poder. Internet permite conectarse entre sí a los activistas de la plaza de Tahrir en Egipto o a los que protestan contra el Gobierno en Hong Kong, también saber en tiempo en real que las Damas de Blanco cubanas han sido confinadas en su domicilio ante la visita de Obama. Pero también incita a gobiernos como el chino, ruso, norcoreano, iraní o saudí erigir barreras y bloquear el acceso de sus ciudadanos a fuentes de información que cuestionen su autoridad y permite a los terroristas reclutar nuevos adeptos y organizarse para acabar con nosotros. Hoy en día, los valores viajan en bits y se bloquean en bits, convirtiendo Internet en un gran espacio de lucha por la hegemonía cultural y los valores. Quien no sepa entender y jugar ese gran juego quedará fuera de juego.

 Las amenazas cibernéticas son potencialmente más dañinas que las provenientes del terrorismo yihadista

Aquel Gran Juego acabó en tablas geopolíticas, con Rusia dominando Asia Central y el Reino Unido preservando India y el control sobre Persia, Afganistán y Tíbet, no sin algunas derrotas humillantes, como la sufrida en Kabul en 1842, en la que la guarnición británica, con 4.500 efectivos, fue totalmente aniquilada. El destino de Conolly fue menos afortunado: despachado a Bujara (Uzbekistán) a negociar la liberación del teniente coronel Charles Stoddart con el Emir Nasrullah Khan, acabó decapitado en la plaza pública de Bujara junto con Stoddart. Dicen los historiadores, seguramente sobrevalorando el peso de la anécdota, que el fatal desenlace pudo deberse a un malentendido: mientras que en el código militar británico el respeto imponía saludar al anfitrión antes de desmontar, en el código tribal de los kanatos de Asia Central, saludar desde el caballo constituía una muestra imperdonable de arrogancia que el Emir no podía dejar impune.

Conolly sabía estar jugando un gran juego, pero las reglas no estaban claras. Stoddart había sido enviado a negociar una alianza inviable y acabó ejecutado. Algo parecido nos pasa, salvando las distancias y los bits, con el nuevo gran juego digital: sabemos que estamos jugando un juego geopolítico y geoconómico con inmensas consecuencias sobre el poder, la prosperidad y la seguridad de los Estados y las sociedades. Pero ese juego carece todavía de reglas que lo ordenen. Hasta que las tengamos, habrá margen para malentendidos fatales. Europa no sólo tiene que jugar ese gran juego digital, sino luchar para que las reglas del juego mantengan Internet como un orden de libertad abierto en el que sociedades e individuos puedan prosperar con seguridad y ser libres. De lo contrario, Internet se parecerá más a un dominio feudal en manos de señores de la guerra que a un espacio público donde todos nos encontremos.

Fuente: El País