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Rusia ha vuelto. Con su intervención militar en Ucrania y Siria, Moscú ha dejado clara su determinación por hacer valer su voluntad y por forzar su aceptación como actor diplomático ineludible. El mensaje esencial del Kremlin es que Rusia es una gran potencia y así debe ser tratada. Mensaje dirigido, particularmente, a la Unión Europea (UE) y EEUU. Las tensiones de Moscú con Occidente y sus vecinos ex soviéticos derivan de las diferentes percepciones sobre lo que entraña esta condición de gran potencia –especialmente la cuestión de las áreas de influencia– y el papel de Rusia en el orden de seguridad eurasiático.

La posición europea está, no obstante, lejos de ser monolítica. Ningún asunto divide más que Rusia en el seno de la UE. Para algunos –particularmente en el este y en el norte– Rusia representa una amenaza grave, incluso existencial en algún caso, mientras que para otros –mayoritariamente en el sur– se trata de un aliado estratégico. Difícil, pues, articular un consenso con estos mimbres y más si añadimos las divisiones internas en cada uno de los Estados Miembros. Los debates sobre Rusia tienden a ser intensos, polarizados y muy emponzoñados, dado el peso de los intereses en juego. El pobre y sesgado conocimiento sobre Rusia, construido muchas veces sobre estereotipos y mitos románticos, complica aún más el asunto. Pero, por encima de las discrepancias, en todos estos debates europeos subyace un intento por desentrañar y comprender qué quiere Rusia.

Ucrania, al contrario de lo que suele creerse, es más una consecuencia que una causa. La ruptura entre Rusia y la UE ha cristalizado (y se ha agravado) en el marco de la crisis ucraniana. Pero, es el resultado de un progresivo distanciamiento y choque de percepciones. Así, en la perspectiva dominante en la UE las dos décadas precedentes representan una apuesta genuina por la construcción pacífica de un espacio continental de prosperidad compartida. Mientras que en Rusia prevalece una visión marcada por la decepción –“un Versalles con guantes de terciopelo” en palabras del influyente analista ruso, Sergey Karagánov– y en la que humillación, engaño o traición son términos recurrentes y la ampliación de la OTAN hacia el Este y las revoluciones de colores (Serbia, Georgia, Ucrania, Kirguizstán) elementos centrales.

Al Kremlin le irrita profundamente su percepción de que Occidente ignora su ambición como hegemón natural del espacio postsoviético y, sobre todo, su convicción de que implementa una estrategia de cambio de regímenes con fines geopolíticos que, en última instancia, persigue quebrar y usurpar el poder en Rusia. Esta percepción alimenta un clima cercano a la paranoia en un Kremlin con mentalidad de fuerte asediado y tendencia a interpretar cualquier acontecimiento en clave conspirativa –desde la oleada de manifestaciones en Moscú a principios de 2012 hasta el Maidán ucraniano, pasando por las primaveras árabes–. De ahí, el endurecimiento del régimen de Putin hacia dentro –estigmatización de cualquier oposición como “quintacolumnistas” o “agentes extranjeros”– y hacia fuera.

La intervención en Ucrania, por mucho que el discurso del Kremlin insista en lo contrario, no está motivada por la suerte de la población rusófona, sino por la determinación por mantener la capacidad de bloquear, o eventualmente controlar, la orientación estratégica de Kíev. La población civil es, pues, un instrumento (y principal víctima) para enmascarar otros objetivos. Y dado el limitado impacto de los intentos por incitar una sublevación de la población de la franja sur y este ucraniana, Moscú se ha visto obligada a recurrir al envío masivo de “voluntarios” para liderar la insurgencia armada. De ahí también que el Kremlin haya jugado permanentemente a la confusión con los términos rusófono, ruso étnico y pro-ruso que son aspectos identitarios diferentes y no necesariamente coincidentes. De la misma manera, conviene disociar claramente y no confundir la nefasta gobernanza ucraniana -con unos niveles de corrupción e ineficacia insoportables- con la intervención rusa. Es decir, es legítimo ser extremadamente crítico con la política y élite ucraniana, pero eso no legitima en ningún caso la acción militar de Moscú (que, por otro lado, no persigue en absoluto una mejora de la gobernanza o estructura institucional del país). Vista desde España, Ucrania y el resto de repúblicas ex soviéticas (de Europa Oriental al Asia Central) forman un conjunto de países invisibles, conocidos, fundamentalmente, a través del filtro metropolitano ruso.

Las esperanzas en una resolución diplomática del conflicto descansan en el Protocolo de Minsk acordado por ambas partes en el marco del Cuarteto de Normandía (Alemania, Francia, Rusia y Ucrania). La UE ha fijado su cumplimiento íntegro –lo que implica que Kíev recupere el control de su frontera con Rusia– como umbral de referencia para el levantamiento de las sanciones económicas. El documento es lo suficientemente ambiguo como para facilitar un alto el fuego, pero es difícil que propicie un arreglo político duradero en el Donbás. Cada parte, esto es Kíev y Moscú, hacen una interpretación distinta del texto. La cuestión no es si Kíev acepta la federalización del país, si no si se otorga a estos territorios capacidad de bloqueo de la política ucraniana. De ahí que Moscú haya respaldado políticamente y suministrado armamento en todo momento a la insurgencia rusa, pero rechace su deseo de incorporarse a la Federación Rusa. A Moscú el Donbás sólo le sirve si forma parte de una Ucrania fragmentada –de ahí que se haya aludido a Bosnia como modelo–. La palabra clave, por tanto, no es influencia sino control.

En un reciente artículo, Andrey Kortunov, uno de los analistas rusos más lúcidos y que conviene leer con más atención, indica que “el área de influencia rusa tiene que ver, sobre todo, con influencia simbólica más que influencia real. Rusia sufre un profundo trauma post-imperial y en el actual contexto, el simbolismo tiene una enorme importancia”. No puedo estar más de acuerdo en lo relativo a la relevancia de los aspectos simbólicos y la centralidad de ese trauma post-imperial, pero no estoy tan convencido del carácter simbólico de esa influencia. De hecho, es la incertidumbre sobre las intenciones últimas del Kremlin la que explica por qué teóricos aliados de Moscú como Bielarús o Kazajstán muestran tanta prudencia en público e indisimulada preocupación en privado. Y como resultado, el ambicioso proyecto de Unión Económica Eurasiática ha quedado, por el momento, en aparente suspenso -también como consecuencia del deterioro de las economías rusa y kazaja–.

Siria, igual que el anunciado pivote hacia China y Asia unos meses antes, responde al deseo por superar el punto muerto ucraniano y forzar un reacomodo con Occidente. Indudablemente, la operación siria ha sido, de momento, un éxito diplomático y, aparentemente, de política doméstica para el Kremlin. El putinismo no ofrece ya estabilidad y prosperidad económica, sino excepcionalidad y grandeza nacional como elementos básicos de legitimación. La aparente despreocupación del círculo dirigente por la realidad económica –o, al menos, su supeditación a una agenda de supervivencia del régimen– no invitan al optimismo. La imprescindible modernización económica, política y social de Rusia seguirá posponiéndose sine die.

Pese a los altos índices de popularidad y el fervor patriótico creado con la anexión de Crimea (el éxtasis del Krim nash o Crimea nuestra), el Kremlin ha decidido crear una robusta Guardia Nacional bajo el mando directo de Putin y capaz de hacer frente a eventuales protestas y turbulencias políticas. Sin duda, las elecciones parlamentarias del próximo mes de septiembre ocupan un lugar destacado en los cálculos del Kremlin. Así las cosas, la gran incógnita sigue siendo, claro, cuánto tiempo resultará sostenible y hasta dónde está dispuesto a llegar el Kremlin con esta agenda exterior asertiva.

Fuente: Beerderberg