En el cuarto año de la guerra a gran escala, en un ambiente sofocante de giros políticos y rompecabezas diplomáticos, cada vez con más frecuencia escucho en la radio y leo en prestigiosas publicaciones periódicas llamamientos a «enfriar los ánimos». Sábios señores trajeados, desde la segura perspectiva de sus salones y cafeterías, nos aleccionan —a los periodistas que trabajamos en el este, pero también a los simples receptores— que las emociones son malas consejeras. Que recordar constantemente los crímenes rusos es un «chantaje moral» que nos impide ver «el panorama geopolítico más amplio». Se nos dice que la forma más elevada de periodismo y análisis es la fría distancia, el llamado «objetivismo», que supuestamente nos permite ver más.
Nada más lejos de la realidad. Lo que en 2025 se nos intenta vender como «racionalismo» y «realismo» es, en realidad, simple y cobarde cinismo. Y el llamamiento a despojarse de las emociones al informar sobre este conflicto es, consciente o inconscientemente, una manipulación que solo beneficia al agresor.
Tenemos que decirlo claramente: informar sobre una guerra que se libra al otro lado del mundo, en un círculo cultural ajeno, se rige por otras leyes que describir un conflicto en el que están directamente involucrados nuestros países y nuestras sociedades. No podemos fingir que somos observadores imparciales desde la distancia. También somos participantes en la guerra, incluso fuera de Ucrania. No lo anunciamos por razones bastante obvias, pero Rusia está atacando a Occidente no solo cibernéticamente, sino también cinéticamente. Los drones sobrevuelan el espacio aéreo de Polonia y Rumanía, y objetos no identificados aparecen sobre instalaciones estratégicas en casi toda Europa. Los aviones rusos e incluso misiles surcan nuestro cielo. Cuando mueren soldados ucranianos, mueren personas que defienden nuestro sistema de valores, nuestra seguridad y, a largo plazo, nuestros hogares. Fingir «objetividad por encima de la línea del frente» en una situación en la que sabemos perfectamente quién es el verdugo y quién la víctima no es profesionalidad. Es una mentira.
Las emociones en esta guerra no son «ruido» que perturba la recepción. Las emociones son un hecho indiscutible. Son el indicador más importante del estado de la sociedad. El miedo de una madre que envía a su hijo al extranjero, la ira de un veterano, la desesperación tras la pérdida de su hogar: estos datos son tan importantes para comprender la situación como el número de tanques o el tipo de cambio del dólar. Acusar al periodismo de «excesiva emotividad» cuando describe un genocidio es absurdo. Es precisamente ese supuesto «realismo», que nos obliga a tratar la muerte de miles de personas como estadísticas en una tabla de Excel, lo que falsea la realidad. El verdadero realismo nos exige mostrar el dolor. Porque el dolor es real y nosotros debemos decir la verdad. Por supuesto, el dolor impulsa la resistencia, el dolor moldea las decisiones políticas y el dolor definirá las relaciones en esta parte de Europa durante las próximas generaciones. Pero también informamos para advertir del peligro, para prepararnos para él.
Ahora también nos enfrentamos a un fenómeno peligroso: el intento de estigmatizar la empatía. Los partidarios de un «nuevo comienzo» con Rusia (ya sea en su versión estadounidense o europea) intentan convencernos de que la indignación moral por los crímenes es una actitud infantil, «apolítica». Que la madurez consiste en pasar por alto los crímenes, los hospitales infantiles destruidos, las violaciones, las masacres, los fusilamientos de prisioneros, el saqueo de tierras, la desnacionalización, y empezar a «hacer negocios».
Pues no. Mostrar un acto de terrorismo no es manipulación. Es un testimonio. Nos ponemos del lado de las víctimas no porque seamos ingenuos, sino porque es la única actitud honesta ante el mal absoluto. Es más, nos ponemos de su lado porque sabemos, o al menos deberíamos saber, que nosotros también estamos en el punto de mira. Rusia no solo lucha por el territorio. Lucha contra nuestra forma de vida, contra nuestra libertad, contra nuestro derecho a decidir por nosotros mismos. En esta lucha, somos parte, lo queramos o no. Y tenemos derecho a la ira, al miedo y a la solidaridad.
Cuando alguien empiece a explicarles que mostrar las tragedias humanas es «irracional», que entorpece el «debate serio», sepan que están ante un manipulador. Esa persona confunde la racionalidad con el cinismo. Porque lo racional es llamar a las cosas por su nombre: un crimen es un crimen y un agresor es un agresor. Es racional despertar las conciencias, porque la conciencia adormecida de Occidente es un arma peligrosa en el arsenal de Putin.
En el periodismo de guerra no hay lugar para la simetría. No hay lugar para el «por un lado, por otro lado» cuando por un lado está el ejército invasor y por otro los civiles en los sótanos. Nuestra obligación, como periodistas, analistas y ciudadanos, no es solo informar de los hechos, sino también transmitir emociones. Porque las emociones son las portadoras de la verdad sobre la guerra. Si permitimos que nos las quiten, si permitimos que nos insensibilicen en nombre del «pragmatismo geopolítico», nos convertiremos en cómplices. Y eso, en 2025, después de todo lo que hemos visto, no nos lo podemos permitir.
Gráfico AI
PB



