Justo antes de la invasión a gran escala, una amiga mía tomó una decisión que tenía como objetivo proteger a su hijo menor, pero que estuvo a punto de provocar una tragedia. Por miedo a un ataque contra Kyiv, lo llevó a casa de unos familiares cerca de Chernihiv. Nadie imaginaba entonces, ni los servicios de inteligencia ucranianos ni la mayoría de los analistas occidentales, que la ofensiva rusa golpearía con tanta fuerza también desde el norte. En lugar de un refugio seguro, el niño se encontró en una zona de sombra, separado de su madre por la línea del frente.
La situación se volvió dramática. Desesperada, la mujer estaba dispuesta a emprender un viaje temerario a través de Bielorrusia y luego a través de la propia Rusia para entrar en los territorios ocupados desde el otro lado. Era plenamente consciente de que estaba arriesgando su vida, pero el miedo a perder a su hijo era más fuerte. No solo temía una muerte accidental en un bombardeo. Temía algo peor: que su hijo fuera secuestrado. Los ucranianos recordaban perfectamente la lección de 2014, sabiendo que en Donbás los niños desaparecían, llevados al interior de Rusia con el pretexto de «vacaciones» o «tratamientos médicos».
En este caso concreto, la historia tuvo un final feliz. Resultó que la unidad del «segundo ejército del mundo» estacionada allí era en realidad una pandilla de vagabundos a los que solo les importaba el beneficio económico. El niño fue tratado como mercancía viva, como un rehén. La familia logró contactar con los soldados rusos y simplemente compró al pequeño. El dinero venció a la ideología y el niño volvió a casa.
Sin embargo, miles de otros no tuvieron tanta suerte. Esta historia me sirve hoy como lente en la que se enfoca uno de los aspectos más aterradores de esta guerra: el robo sistemático de niños. Curiosamente, fue precisamente esta práctica la que se convirtió en el único punto en el que Vladimir Putin tropezó realmente en la arena jurídica internacional. Fue por el secuestro de niños que la Corte Penal Internacional de La Haya emitió una orden de búsqueda y captura contra él.
En teoría, Putin está siendo perseguido. Sin embargo, en la práctica vemos lo ilusoria que resulta esta responsabilidad frente al cinismo geopolítico. El colapso simbólico y definitivo del mito de la justicia internacional se produjo este año en Alaska. Allí, en suelo estadounidense, Vladimir Putin fue recibido con alfombra roja por Donald Trump. El hombre buscado por una orden de detención por secuestrar niños no solo no fue arrestado, sino que fue tratado como un socio en igualdad de condiciones, incluso como un aliado en la «nueva partida». Al ver esos apretones de manos, al escuchar los elogios al dictador ruso pronunciados por los colaboradores de Trump o Viktor Orbán, el mundo recibió una señal clara: la orden de detención de La Haya no es más que un papel. El mundo, cansado de la guerra, hizo la vista gorda ante el hecho de que se estaba dialogando con un secuestrador, legitimando así sus crímenes.
Sin embargo, lo que está haciendo Rusia no son acciones bélicas caóticas. Se trata de una ingeniería social precisa cuyo objetivo es crear nuevos jencarís. Este término no es una exageración periodística. El Imperio Otomano secuestraba a niños cristianos para convertirlos en soldados fanáticos del sultán, que con el tiempo se convirtieron en la mayor amenaza para sus antiguos compatriotas. Putin está haciendo exactamente lo mismo, solo que a escala industrial y utilizando métodos modernos de lavado de cerebro.
Los niños sacados de Mariúpol, Jersón o Lugansk no van simplemente a vivir en paz con familias rusas. Entran en los engranajes de la maquinaria de adoctrinamiento. Se les cambia el nombre, se falsifican sus fechas de nacimiento y se borra el recuerdo de sus padres. En las escuelas de los territorios ocupados y en la propia Rusia se les inculca el odio hacia Ucrania, calificando a su patria de «semillero del nazismo».
Una herramienta clave en este proceso es la «Junarmia», una organización juvenil militarizada que es la encarnación contemporánea de las Hitlerjugend. A los niños se les visten con uniformes, se les da armas y se les enseña a marchar al ritmo de canciones imperiales. El objetivo es claro: dentro de cinco o diez años, estos niños, ya convertidos en hombres adultos, deben regresar a Ucrania. No como ciudadanos, sino como soldados del ejército ruso.
Se trata de un plan a largo plazo. Rusia, que se enfrenta a una catástrofe demográfica, considera a los niños ucranianos como un recurso. Pero no se trata solo de mano de obra. Se trata de criar al soldado perfecto, uno que no tenga raíces, que no tenga otra identidad que la que le otorga el Estado y que odie a los enemigos señalados por el Kremlin.
Por lo tanto, la cuestión del regreso de estos niños no es solo una cuestión humanitaria o sentimental. Es una cuestión de seguridad nacional para Ucrania, Polonia y toda Europa. Si permitimos que Rusia complete este proceso, dentro de una década tendremos en nuestra frontera legiones de jencaros que hablan ruso, pero tienen ADN ucraniano, dispuestos a matar en nombre del zar que les ha robado la vida. La pasividad del mundo ante este proceso, simbolizada por la impunidad con la que viaja Putin, no es solo un crimen. Es un suicidio.
PB



