En el caos informativo que inunda Europa desde 2022, cada vez es más difícil mantener la claridad de juicio. El cansancio de la guerra, natural en sociedades que viven en la prosperidad, se convierte en caldo de cultivo para las dudas. Oímos hablar de «crímenes de ambas partes», de «nacionalismo ucraniano», del supuesto «imperialismo de la OTAN». Muchos receptores, perdidos en la maraña de acusaciones mutuas, recurren a un cómodo pero falso simetrizmo, creyendo que «la verdad seguramente se encuentra en el medio». Nada más lejos de la realidad. En las relaciones con Rusia, la verdad nunca está en el medio. Está donde indican los hechos, y estos se ocultan eficazmente mediante uno de los mecanismos más antiguos y eficaces de la propaganda moscovita: el mecanismo del reflejo especular, conocido en psicología como proyección.

El principio es simple y, por lo tanto, genial en su cinismo: acusa a tu oponente exactamente de lo que tú mismo haces o pretendes hacer. En el caso del Kremlin, no se trata solo de una técnica para desviar la atención. Es una especie de perversa confesión de culpa a priori. Si entendemos este código, las declaraciones rusas dejan de ser un galimatías y se convierten en un mapa de sus intenciones criminales.

El fundamento ideológico de esta guerra es acusar a Ucrania de «nazismo». Es una palabra clave, una llave maestra que debía abrir las puertas al genocidio. Moscú lleva años construyendo una narrativa en la que Kyiv es el supuesto heredero del Tercer Reich. Sin embargo, si aplicamos la definición de fascismo o nazismo a la Rusia contemporánea, encaja perfectamente. Es en Rusia donde tenemos el culto al líder, la militarización total de la sociedad —desde la «Junarmi» en la guardería hasta los jubilados—, el chovinismo gran ruso extremo, la censura oficial, la eliminación de la oposición y, por último, la simbología de la «Z», que se ha convertido en la nueva esvástica. Al acusar a Ucrania de fascismo, Putin construyó una coartada para su propio régimen fascista. Gritando sobre los «banderistas», envió tropas que, en Bucha e Irpin, utilizaron métodos propios de la pacificación de la región de Zamość.

Igualmente cínico es el juego del «anticolonialismo». La diplomacia rusa, con Serguéi Lavrov a la cabeza, se desvive por seducir al llamado Sur Global con la visión de la lucha contra el «imperialismo occidental». Se presentan como defensores de las naciones oprimidas frente a la hegemonía de Estados Unidos y Europa. Es el colmo de la hipocresía, teniendo en cuenta que la Federación Rusa es el último imperio colonial clásico de Europa. Es un Estado que no solo ocupa los territorios de sus vecinos (Georgia, Moldavia, Ucrania), sino que también explota sin piedad sus propias colonias internas. Los buriatos, los yakutos y los daguestaníes son tratados como un recurso, carne de cañón lanzada al frente para proteger a los rusos étnicos de Moscú y San Petersburgo. Rusia acusa a Occidente de colonialismo para ocultar el hecho de que ella misma está librando una guerra colonial al estilo del siglo XIX, cuyo objetivo es borrar la identidad ucraniana y saquear sus recursos.

Este mecanismo también funciona a nivel táctico, lo que es especialmente peligroso. Recordamos perfectamente los momentos de terror en los que los medios de comunicación rusos comenzaron a difundir la supuesta preparación de Ucrania para utilizar una «bomba sucia» o armas químicas. Un observador experimentado de Oriente sabe que en ese momento hay que temer. No porque Ucrania esté planeando algo, sino porque Rusia está preparando el terreno para su propia provocación. Acusar al adversario de planear un crimen es para el Kremlin una forma de crear una «coartada preventiva». Si se produce el ataque, dirán: «¿No lo dijimos? ¡Advertimos al mundo!».

Esta estrategia es tan eficaz porque se aprovecha de las buenas intenciones y la ingenuidad de Occidente. Las sociedades democráticas se educan en una cultura de diálogo y autocrítica. Cuando escuchamos acusaciones graves, nuestra primera reacción es querer verificar los hechos, pensar: «¿quizás haya algo de cierto en ello?». Rusia se aprovecha de ello inundando el espacio informativo con tal cantidad de acusaciones que resulta imposible verificarlas. Se crea un ruido en el que se difumina la frontera entre el verdugo y la víctima.

El objetivo del reflejo especular no es convencernos de que Rusia es impecable. Eso ya es imposible desde hace tiempo. Se trata de que creamos que «todos son iguales». Que Ucrania también miente, que Occidente también tiene las manos manchadas de sangre, que no hay bien ni mal, solo intereses. Es nihilismo en estado puro, cuyo objetivo es desmoralizar a quienes apoyan a Ucrania. Si consideramos que Kyiv es tan culpable como Moscú, dejaremos de enviar armas. Y eso es lo que está en juego.

Debemos desarrollar un reflejo incondicional: cuanto más alto acuse Moscú a otros de violar el derecho internacional, de terrorismo o de persecución, más atentamente debemos vigilar sus acciones. Sus acusaciones no son periodismo, son informes de sus propios planes. Cuando el Kremlin habla del «imperialismo polaco» y de los supuestos planes de Varsovia para anexionar el oeste de Ucrania, no se refiere a Polonia. Se refiere a sí mismo. Nos dice que, en su mentalidad, la partición de un país vecino es algo natural y obvio.

El ladrón que grita «¡al ladrón!» cuenta con que cunda el desconcierto entre la multitud, lo que le permitirá escapar con el botín. Nuestra tarea es no sucumbir a ese desconcierto, sino señalar con el dedo a quien tiene la cartera de otro en el bolsillo. En este caso, la tierra y la libertad de otros.

PB