Al observar el debate público occidental, se tiene la impresión de que estamos viviendo dos realidades paralelas y totalmente contradictorias. Por un lado, se dice que Ucrania es la vanguardia del «liberalismo podrido», una marioneta de las corporaciones globales y una amenaza para los valores cristianos tradicionales. Por otro lado, a menudo al mismo tiempo, nos llegan voces que dicen que Kyiv es un semillero de «nacionalismo extremo», un Estado que tolera el neofascismo y persigue a las minorías étnicas. Estas dos narrativas, aunque lógicamente se excluyen entre sí, tienen un origen común. Son producto de la maquinaria de influencia rusa, que ha perfeccionado el arte de ser un camaleón ideológico.
A Rusia no le importa la coherencia de su imagen. Entiende que, en el polarizado mundo occidental, no es necesario convencer a todo el mundo con una sola historia. Es mucho más eficaz tocar dos pianos a la vez, adaptando la melodía al oído de cada receptor concreto. El objetivo es uno: hacer que el apoyo a Ucrania resulte políticamente tóxico tanto para la derecha como para la izquierda.
Veamos el vector dirigido a los círculos conservadores, especialmente fuertes en Estados Unidos y Polonia. Aquí, Moscú se presenta como defensora del «viejo orden». En los canales de comunicación dirigidos al votante de Donald Trump o al nacionalista polaco, Rusia se presenta como «el último bastión de la normalidad» que frena el avance de la revolución moral. En esta visión, Ucrania queda reducida al papel de territorio experimental para George Soros y la ideología woke.
Los tecnólogos políticos del Kremlin juegan con precisión con las emociones religiosas. Las acciones del SBU contra los agentes de la Iglesia Ortodoxa Rusa se presentan en los portales de derecha occidentales como «persecución de los cristianos» y «guerra contra Dios». El mensaje es sencillo y da en el blanco. El público conservador debe sentir que, al apoyar a Kyiv, está apoyando a las fuerzas que destruyen su propio sistema de valores.
Rusia representa un espectáculo completamente diferente ante el público de sensibilidad izquierdista, dominante en parte de las élites de Alemania, Francia o Italia. Aquí, Putin, el mismo que hace un momento era el defensor de la cruz, se convierte de repente en el heredero del Ejército Rojo que luchó contra el fascismo. Para complacer a la izquierda europea, Moscú desempolva el mito de la «Gran Guerra Patria». En esta narrativa, Ucrania es un país en el que supuestamente gobiernan los «sucesores de Bandera» y Azov dicta las condiciones al presidente.
Para un socialista pacifista de Berlín, que teme como la peste las acusaciones de apoyar a la extrema derecha, este mensaje tiene un efecto paralizante. Rusia alimenta estos temores, exponiendo en las redes sociales cualquier incidente, por marginal que sea, en el que los soldados ucranianos utilicen simbología radical. Su objetivo es que el votante de izquierdas considere que enviar armas al Este es armar a las «fuerzas marrones».
El cinismo de esta estrategia radica en que el Kremlin financia y apoya al mismo tiempo a la extrema derecha y a la extrema izquierda en Europa. No se trata de que gane ninguna de estas opciones. Se trata de destruir el centro racional. Moscú aspira a una situación en la que un político moderado que quiera ayudar a Ucrania se vea en el punto de mira. Por un lado, la derecha le acusará de apoyar a los «globalistas» y, por otro, la izquierda le acusará de apoyar a los «nacionalistas».
El resultado es una alianza de extremos, unidos únicamente por su aversión hacia Ucrania, inculcada por narrativas rusas contradictorias pero cuidadosamente dirigidas.
Este fenómeno es más peligroso que la propaganda clásica, porque es más difícil de detectar. El receptor, encerrado en su burbuja de información, no ve las contradicciones. Un conservador no lee los portales de izquierda, por lo que no sabe que Rusia vende allí una versión completamente diferente de la realidad. Cada uno recibe lo que quiere oír, siempre y cuando la conclusión final coincida con los intereses de Moscú: el aislamiento de Kyiv.
Debemos ser conscientes de que Rusia no tiene ninguna ideología. Su única ideología es el caos. Si todavía nos preguntamos cómo es posible que Putin sea un ídolo para parte de la derecha antisistema y, al mismo tiempo, encuentre comprensión en la izquierda antiamericana, la respuesta está precisamente en esta naturaleza camaleónica. El Kremlin es un espejo en el que cada radical ve sus propios miedos y esperanzas, sin darse cuenta de que detrás del espejo hay un operador que mueve los hilos. Para romper ese espejo hay que salir de los propios esquemas mentales y ver todo el juego cínico que nos está haciendo el adversario.
Ilustración: AI
PB



