En ucraniano, lo que nosotros llamamos «montaña rusa» se dice «montañas americanas» (американські гірки). Se trata de un caso lingüístico que, en otoño de 2025, adquirió un significado geopolítico espeluznante. Esta metáfora refleja a la perfección la naturaleza de la política actual —o quizá más bien el comportamiento— de Donald Trump. El problema es que no estamos en un parque de atracciones. Nos encontramos en medio del mayor conflicto en Europa desde 1945, y los pasajeros de este vagón no llevan puestos los cinturones de seguridad. El precio de los cambios de humor en el Despacho Oval, de decir lo primero que se nos viene a la cabeza, se mide en vidas humanas y hectáreas de tierra perdida.
Al observar las últimas semanas en Washington, es difícil resistirse a la impresión de que la estabilidad de la alianza transatlántica ha sido sustituida por un caos gestionado por tuits e impulsos. Nos enfrentamos a un mensaje incoherente que un día legitima las ambiciones imperiales de Putin y al día siguiente, a menudo bajo la influencia del momento o del orgullo herido, lanza un llamamiento de apoyo a Kyiv. Esta esquizofrenia decisoria es tan destructiva para Ucrania como la aviación planificada rusa. Imposibilita la planificación operativa, destruye la moral de los soldados, que no saben si mañana tendrán con qué disparar, y siembra la confusión entre los socios europeos.
Es especialmente llamativa la facilidad con la que el presidente de los Estados Unidos utiliza términos que relativizan el mal. Las palabras sobre «guerras interesantes», lanzadas al espacio público, reducen la tragedia de millones de personas al nivel de un programa de televisión, en el que solo importan la audiencia y los giros argumentales. Esto no es diplomacia, es deshumanización del conflicto. La guerra deja de ser un choque de valores y se convierte en «contenido» destinado a satisfacer el ego del líder.
Lo que es peor, en 2025 la Casa Blanca se ha convertido en el más poderoso amplificador de la desinformación rusa. La repetición notoria de las tesis de la propaganda del Kremlin como «posible verdad» o «punto de vista alternativo» causa un daño que ningún paquete de ayuda podrá reparar. Cuando el presidente de los Estados Unidos sugiere que, en definitiva, Ucrania «tiene la culpa» o que Rusia tiene «derechos históricos», alimenta la maquinaria propagandística de Moscú durante años. Es una señal para todo el mundo: la verdad no existe, solo existen las narrativas de los más fuertes.
Alrededor del presidente se ha creado un ecosistema específico: una corte aduladora en la que el acceso al oído del decisor depende del grado de adulación, y no de la competencia. En tal atmósfera, la megalomanía no es un defecto, sino una virtud. Las decisiones sobre el destino de Europa Central no se toman basándose en informes de inteligencia o análisis estratégicos, sino en función de quién ha hablado últimamente con el presidente y del estado de ánimo en que se encontraba el líder. Es un retorno a la política cortesana en su peor versión, la del siglo XVIII, pero con un arsenal nuclear de fondo.
Desde la perspectiva de Kyiv o Varsovia, es difícil evitar una reflexión amarga. Nos hemos convertido en parte de un mundo del que hay que avergonzarse. Un mundo en el que las normas han sido sustituidas por la transaccionalidad y la lealtad por el capricho. Nuestra generación política, las élites occidentales que han permitido este espectáculo de decadencia de los estándares, serán juzgadas sin piedad por la historia.
Las generaciones futuras, al analizar el año 2025, se harán una y otra vez la misma pregunta: «¿Cómo pudieron permitirlo?». ¿Cómo pudieron permitir que la seguridad mundial dependiera del estado de ánimo de un solo hombre? ¿Cómo pudieron permitir una situación en la que el agresor es tratado como un interlocutor y la víctima como un solicitante insistente?
No se trata solo de una crisis política. Es una crisis civilizatoria. Las «montañas rusas» de Trump se detendrán algún día, pero el paisaje tras este viaje quedará devastado. Y no se trata solo de las ciudades destruidas en Donbás, sino de la confianza destruida en las instituciones, en las alianzas y en el propio concepto de la verdad. En este parque de atracciones de la vanidad política, el único que se divierte es Vladímir Putin. El resto de nosotros luchamos por no salirnos de la curva.
PB



