Józef Stalin, cuyo espíritu el Kremlin resucita hoy con espeluznante precisión, supuestamente dijo: «La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de millones es una estadística». En 2025, en la era de la sobreestimulación digital y en el cuarto año de una guerra a gran escala, esta cínica frase ha adquirido una nueva y aterradora actualidad. Ya no necesitamos millones de víctimas para que se active el mecanismo de la indiferencia. Bastan unos años de desplazamiento constante por las redes sociales y una dosis precisa de crueldad. Estamos observando un fenómeno que es tan peligroso para Ucrania como la escasez de municiones: la devaluación sistémica de la muerte.
Recordemos el 12 de septiembre de este año. Es una fecha que debería sacudir la conciencia del mundo, pero que pasó por el ciclo informativo como una entrada más en Excel. Ese día, los rusos lanzaron 800 drones y 13 misiles contra Ucrania. Ochocientas cargas voladoras de muerte. Esta cifra es tan abstracta que nuestro cerebro la convierte automáticamente en una estadística. Decimos: «gran ataque», «ataque masivo», «éxito de la defensa antiaérea, porque derribaron 751 objetivos».
Pero en esa estadística, en ese «éxito», se esconde un drama que debería sacarnos del sueño. En Kyiv murieron una mujer de 32 años y su bebé de dos meses. De dos meses. Una vida que acababa de empezar a conocer el mundo, el olor de su madre, el calor del hogar, fue extinguida por el fanatismo de los planificadores moscovitas que enviaron esa chatarra. No es un error. Es la esencia de la forma rusa de hacer la guerra.
Mientras el humo de los edificios en llamas del Gabinete de Ministros se elevaba sobre la calle Hrushevsky en Kyiv, y los equipos de rescate sacaban a personas de entre los escombros de bloques de pisos de varios pisos en Zaporizhia y Kryvyi Rih, el mundo seguía desplazándose. La imagen del corazón en llamas de la capital ucraniana, el barrio gubernamental, se convirtió en un mero telón de fondo. El algoritmo de nuestros teléfonos inteligentes intercala estas imágenes entre anuncios de zapatos y divertidos vídeos de gatos. De este modo, el horror se reduce a la categoría de «contenido» que se puede, e incluso se debe, pasar con el pulgar por motivos de salud mental.
No es casualidad. Es el efecto de la ingeniería social aplicada por Moscú. Rusia «normaliza» deliberadamente la violencia. Su estrategia ya no consiste en convencernos de que no son asesinos (como mintieron descaradamente cuando ocuparon Crimea). Consiste en hacer que el asesinato se convierta en algo rutinario. En algo cotidiano. En algo tan inevitable como la lluvia en noviembre o los atascos en la calle. Quieren que aceptemos que, si caen 800 drones sobre Ucrania, es simplemente «el tiempo que hace».
Moscú sabe que la psique humana tiene una capacidad limitada para la empatía. No somos capaces de funcionar en un estado de duelo permanente durante cuatro años. Nuestro cerebro construye una coraza. Empezamos a tratar las noticias del frente como estadísticas deportivas. Pero esta ingeniería de la insensibilización tiene una traducción política concreta. Los políticos occidentales observan el estado de ánimo de la sociedad. Si ven que la muerte de una madre con su bebé ya no genera ira, sino solo un suspiro aburrido de «otra vez lo mismo», pierden la motivación para tomar decisiones difíciles. Las estadísticas matan las ganas de actuar.
También vemos cómo funciona este mecanismo en Polonia. Basta con mencionar lo que describí el 12 de septiembre. Mientras los ucranianos contaban las víctimas y apagaban los incendios tras el mayor ataque con drones, en nuestro país un grupo de «amargados» bloqueaba el paso fronterizo. La ceguera moral, provocada por el cansancio y la propaganda rusa, permitió que, ante el genocidio, se atendieran intereses particulares e incluso se perjudicara a las víctimas. Este es precisamente el triunfo de la ingeniería rusa: hacer que dejemos de ver a los ucranianos como personas que luchan por su vida y empecemos a verlos como un «problema» o una «competencia».
¿Cómo combatirlo? Debemos imponernos una disciplina cognitiva. En lugar de seguir desplazándonos por la pantalla, debemos detenernos. Tenemos que volver a lo concreto. No «tres víctimas en Kyiv», sino «una madre de 32 años y su hijo». No «destrucción de infraestructuras», sino «la casa quemada de una familia concreta en Zaporizhia». Tenemos que volver a convertir las estadísticas en tragedia, manualmente, en contra de los algoritmos y de nuestro propio cansancio.
No se trata de caer en una desesperación paralizante. Se trata de conservar la capacidad de enfadarse. Porque solo la ira ante la injusticia y el crimen es el combustible para el cambio. Si permitimos que 800 drones rusos se conviertan para nosotros en algo tan cotidiano como el pronóstico del tiempo, significará que Stalin —el digital, oculto en el código de nuestras aplicaciones— ha ganado la batalla por nuestras almas. No podemos aceptar el terrorismo ruso solo porque dura mucho tiempo. El hecho de que el mal sea repetitivo no significa que deje de ser malo. Recordar a ese niño de dos meses de Kyiv es nuestro deber y nuestra arma contra la indiferencia.
PB



