La cumbre en Alaska y la consiguiente reevaluación de la política exterior estadounidense han sacudido la estabilidad de la opinión pública europea. Mientras los ojos del mundo siguen puestos en el frente y en las posibles zonas de demarcación, el aparato de influencia ruso ha abierto silenciosamente un segundo frente. Su objetivo no es conquistar más ruinas en Donbás, sino provocar la implosión interna del Estado ucraniano. El análisis de las narrativas que inundan el espacio informativo en las últimas semanas no deja lugar a dudas: ha vuelto la vieja y modificada idea de amenazar a Ucrania con una supuesta partición por parte de sus vecinos occidentales.
Moscú lleva años probando este escenario. Basta recordar los «mapas de Medvédev» o las infames ofertas de Zhirinovsky al Ministerio de Asuntos Exteriores polaco. Sin embargo, hasta 2025, estas insinuaciones se estrellaban contra el muro de la solidaridad occidental. Hoy, en un clima de creciente sensación de aislamiento y «traición» por parte de Washington en Kyiv, el terreno para sembrar la desconfianza se ha vuelto mucho más fértil. La desinformación rusa golpea con precisión los puntos más sensibles, jugando con traumas históricos.
Polonia sigue siendo el objetivo principal. En los canales rusos de Telegram y en los medios de comunicación dirigidos al público ucraniano resuena cada vez con más fuerza la tesis de que Varsovia, al ver el debilitamiento de la posición de Kyiv y la pasividad de Estados Unidos, se está preparando para una «misión de estabilización» en el oeste de Ucrania. El mensaje está construido de forma pérfida: no se habla directamente de agresión, sino de «necesidad histórica» o «protectorado». El objetivo es doble: revivir los demonios de la historia (Volinia, Operación Vístula) para convencer a los ucranianos de que la ayuda polaca fue desde el principio un juego cínico por Lviv, y desacreditar a Polonia ante los ojos de Occidente como un Estado supuestamente imperialista. Esto encaja perfectamente en la estrategia rusa de relativizar las culpas.
Desde la perspectiva de Uzhhorod, donde escribo estas palabras, se ve aún más claramente el segundo vector de esta operación: el húngaro. Transcarpatia, con su específico mosaico étnico, es un campo de pruebas ideal para los servicios rusos. Aprovechando la retórica de Viktor Orbán, que tras la reunión en Alaska se ha acercado aún más a la narrativa del Kremlin, la propaganda difunde la visión de Budapest como garante estable, bastión de la seguridad y la racionalidad.
En hábiles «filtraciones» se habla de acuerdos que garantizarían a la minoría húngara un «estatus especial» o incluso la protección de Hungría en caso de colapso del Estado ucraniano. Esto va acompañado de desinformación sobre la movilización, el supuesto envío deliberado al frente en primer lugar de las minorías étnicas. Este mecanismo tiene por objeto provocar tendencias separatistas centrífugas y enfrentar a Transcarpatia con el resto del país.
A esto se suma la dirección rumana. Aunque Bucarest se mantiene cautelosa, los medios de comunicación rusos sacan a relucir regularmente el tema de Bucovina del Norte y Besarabia, sugiriendo que, en la nueva división de Europa, Rumanía también reclamará «lo que le pertenece».
Todas estas narrativas tienen un mecanismo en común: la proyección. Rusia, que es el único país de Europa que libra una guerra territorial en el siglo XXI, atribuye sus motivaciones imperiales a los vecinos de Ucrania. Se trata de una clásica huida hacia adelante. El Kremlin sabe perfectamente que a Polonia y Rumanía les interesa que exista una Ucrania independiente como amortiguador que las separe de los tanques rusos. Sin embargo, ante el cansancio de la guerra y el trauma tras la «traición» de los aliados del otro lado del océano, los argumentos racionales pueden perder frente a las emociones.
El objetivo de la operación «puñal por la espalda 2.0» es claro: Ucrania debe sentirse como una fortaleza sitiada, no solo por el este, sino por todos los lados. El aislamiento psicológico de la sociedad es para Rusia el preludio de la capitulación forzada. Si los ucranianos creen que están rodeados de enemigos y que sus vecinos occidentales son hienas esperando la caída de su presa, su voluntad de resistencia acabará por quebrarse.
Debemos ser conscientes de que cada «mapa de repartición» que aparece en la red, cada noticia falsa sobre «reclamaciones polacas» o «ultimátum húngaro», no es periodismo, sino parte de una guerra psicológica coordinada. A la sombra de los acuerdos de Alaska, la unidad de la región de Europa Central es una amenaza para Moscú, que intenta neutralizar no con misiles, sino con el veneno de la desconfianza.
PB



