Rusia nunca ha renunciado a los métodos propagandísticos bolcheviques. Cambian los decorados, cambian los soportes – desde los periódicos en papel hasta la plataforma X -, pero el núcleo sigue siendo el mismo. Desde hace siglos, Moscú construye su imagen basándose en una mentira fundamental y utiliza para su difusión un ejército de «idiotas útiles» occidentales sobornados, intimidados o simplemente amanerados.

Probablemente, el primer caso diagnosticado de esta enfermedad, que los bolcheviques perfeccionaron con el paso de los años, fueron las famosas «aldeas Potemkin». En 1787, cuando la zarina Catalina II viajaba a la recién conquistada Crimea (la llamada Novorosia), Grigori Potiomkin escenificó un espectáculo que pasó a la historia como símbolo del engaño geopolítico. A lo largo del recorrido de la comitiva imperial se construyeron maquetas de casas, se reunieron los mismos rebaños de ganado para simular prosperidad y los campesinos, vestidos con trajes festivos, vitorearon a la emperatriz. Independientemente de cuánto hay de mito y cuánto de verdad histórica en esta historia, la premisa en sí misma es diabólica en su simplicidad: para el Estado ruso, crear imágenes falsas es más importante que la realidad. El fin justifica los medios, y el fin en aquel momento era convencer a Europa del poder del imperio.

Un siglo y medio más tarde, el mismo método, aunque en un escenario mucho más macabro, se utilizó para ocultar uno de los mayores crímenes de la humanidad. Un ejemplo dramático de la creación de «aldeas Potemkin» sobre el papel fue la actividad de Walter Duranty. Este corresponsal del New York Times en Moscú, una figura destacada del periodismo de la época, construyó con sus artículos una imagen falsa de la Rusia soviética en su momento más terrible: la época de la Gran Hambruna en Ucrania. Mientras millones de ucranianos morían por falta de pan, Duranty escribía sobre «problemas de abastecimiento» y afirmaba cínicamente que «para hacer una tortilla hay que romper huevos». Por ello recibió el Premio Pulitzer, al que el NYT aún no ha renunciado.

La lección de esta historia es aterradora, porque muestra lo fácil que es engañar al mundo. Las mentiras de Duranty fueron desenmascaradas por Gareth Jones, un joven periodista galés que recorrió en solitario la Ucrania hambrienta. Jones vio cadáveres en las calles, vio niños hinchados por el hambre y tuvo el valor de gritarlo al mundo. ¿Cuál fue el final? Duranty se regodeaba en el lujo y la fama, era un habitual de los salones y una autoridad moral del decadente Occidente. Jones fue acosado, ridiculizado por la clase dirigente y, finalmente, asesinado en Manchuria en circunstancias inexplicables, muy probablemente a instigación de la NKVD.

Hoy, tal vez como un amargo triunfo de la verdad, podemos observar un renacimiento de la memoria de Jones. Se publican libros (como los reportajes de Mirosław Wlekły) y Agnieszka Holland ha rodado la estremecedora película Mr. Jones. Curiosamente, aunque la película se estrenó bajo la sombra del creciente imperialismo ruso, justo antes de la agresión a gran escala contra Ucrania, no supuso un impacto suficiente para la opinión pública occidental. Las élites vieron la película, asintieron con la cabeza y volvieron a hacer negocios con Putin.

Porque el mecanismo sigue funcionando. Desde 2022, asistimos a una proliferación de los llamados columnistas «conservadores» estadounidenses, que no dan ningún valor a los hechos y a los principios a los que supuestamente se refieren. En nombre de la lucha contra el «globalismo», se permiten propagar narrativas sacadas directamente de las instrucciones del Kremlin. Tucker Carlson se ha convertido en el símbolo de este declive. Fue él quien prácticamente rompió el aislamiento informativo de Putin al viajar a Moscú para realizar una entrevista que, en realidad, fue un monólogo de dos horas del dictador. Carlson no hizo ni una sola pregunta difícil sobre Bucha, Mariúpol o los niños secuestrados. En cambio, le dio a Putin la plataforma mediática más poderosa del mundo para que pudiera verter sus tonterías pseudohistóricas sobre la «Ucrania artificial» directamente en las mentes de millones de estadounidenses. Carlson no era un periodista, era el Potemkin del siglo XXI, construyendo una fachada de «líder sensato» para un criminal de guerra.

Por desgracia, Polonia también tiene sus constructores de aldeas falsas. Entre ellos destaca Wojciech Cejrowski, que, al viajar «descalzo por el mundo», parece no haber salido mentalmente de sus vendas rusas. Ha repetido en numerosas ocasiones las tesis rusas de que «Ucrania no es un Estado», contribuyendo así a alimentar el odio y la hostilidad, lo que, ante la guerra que se libra más allá de nuestras fronteras, va en detrimento de la razón de Estado. Otro caso particular es el de otro polaco residente en Estados Unidos, Max Kolonko. Antiguamente un corresponsal reconocido y un periodista premiado, se ha sumergido en las profundidades de la locura y las teorías conspirativas, donde la propaganda rusa se siente como pez en el agua. Su caída desde una posición de autoridad al papel de chamán de Internet que delira sobre los repartos [de Polonia] es un ejemplo triste, pero llamativo, de degeneración.

Por supuesto, hay más ejemplos polacos de falso conservadurismo, abundantemente salpicado de antiucranismo y un prorrusismo mal disimulado. Basta mencionar el semanario Do Rzeczy, que sigue aspirando a ser una revista de opinión. En él siguen escribiendo periodistas e historiadores creíbles y reconocidos, lo que no hace más que agravar el problema, ya que da credibilidad a contenidos tóxicos. La revista se ha convertido en un almacén para la transmisión del «realismo político» ruso, que en realidad es derrotismo. A la cabeza de esto se encuentra no solo el redactor jefe Paweł Lisicki, sino sobre todo Łukasz Warzecha. Este columnista, bajo el pretexto de preocuparse por los intereses nacionales polacos, insinúa con precisión milimétrica tesis sobre «una guerra que no es nuestra» y la necesidad de llegar a un acuerdo con Rusia. Si alguien en Polonia se merece el anti-premio Walter Duranty por tergiversar persistentemente la naturaleza de la amenaza rusa y adormecer las conciencias, ese es Łukasz Warzecha, que ya debería haber hecho sitio en la estantería. Porque la historia nos enseña una cosa: los que construyen aldeas Potemkin siempre acaban siendo cómplices de la tiranía.

PB